Alejandro Macarrón Larumbe, fundador y director general de Fundación Renacimiento Demográfico

Arturo Díaz En 2013 se puso en marcha la Fundación Renacimiento Demográfico con el objetivo de que se recupere la natalidad hasta niveles que permitan la sostenibilidad y continuidad de nuestra sociedad. Como medios para ello, tratan de sensibilizar a los españoles y sus élites, políticas y no políticas -y a mayores, también a europeos […]
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Arturo Díaz

En 2013 se puso en marcha la Fundación Renacimiento Demográfico con el objetivo de que se recupere la natalidad hasta niveles que permitan la sostenibilidad y continuidad de nuestra sociedad. Como medios para ello, tratan de sensibilizar a los españoles y sus élites, políticas y no políticas -y a mayores, también a europeos y occidentales en general- sobre las graves consecuencias de esa infranatalidad; investigan sus causas y proponen soluciones.

Usted habla de "suicidio demográfico". ¿Por qué? ¿No es un poco exagerado?
Es una metáfora para llamar la atención sobre este grave problema social. Suena “dura”, pero no es inexacta. “Suicidio” es una muerte auto-infligida. Como entre todos, de manera esencialmente voluntaria, no tenemos los suficientes hijos para asegurar nuestra continuidad como sociedad, cabe decir que nos estamos suicidando colectivamente, pues nos dirigimos hacia la extinción. Eso sí, de manera lenta. Pero si no repunta la tasa de fecundidad, inexorable. Y hasta llegar a desaparecer, padeceríamos los inconvenientes de una sociedad que pierde población y está cada vez más envejecida en su conjunto.
¿Qué consecuencias tiene el cambio demográfico que se está produciendo?
Sin contar los flujos migratorios -que pueden tener un saldo y un efecto positivo, negativo, o aproximadamente neutro-, nos llevaría a una sociedad española menguante y decrépita. O dicho en términos económicos, a un deterioro continuo de nuestro capital humano, en cantidad (por pérdida de gente) y calidad (por estar más y más envejecida la población que vaya quedando).
Más en concreto, eso nos afectaría negativamente en cuatro grandes planos: Empobrecimiento económico, por gasto creciente en pensiones y otras prestaciones públicas para los más mayores, a pagar con impuestos y cotizaciones extraídos de una población activa menguante; una demanda agregada de consumo e inversión en retroceso, al disminuir la población y por su mayor envejecimiento; una fuerza laboral menguante y envejecida, con el consiguiente impacto negativo en la producción, la productividad y la innovación; pérdida de economías de escala en los mercados domésticos; depreciación de casas y otros activos de valor ligado a la demografía…
Empobrecimiento afectivo-familiar, al tenerse cada vez menos parientes cercanos (hijos, hermanos, nietos, primos, sobrinos, tíos…) y aumentar la soledad. Y al crecer el número de personas muy añosas y deterioradas (por demencias seniles y achaques físicos de todo tipo), cuyo cuidado recaerá sobre una población activa menguante, habría un riesgo creciente de un mal final de vida (por precariedad de medios materiales en la ancianidad, así como de cuidados afectivos en las personas sin hijos, cada vez más numerosas), y a mayores, de “eutanasia” no voluntaria.
Degeneración de la democracia en gerontocracia, pero no en el sentido clásico de gobierno de los ancianos sabios, sino de predominio electoral apabullante de los votantes jubilados, cuyo lógico interés es que la población activa les transfiera más riqueza para sus necesidades. Esa transferencia, en cuantías razonables y proporcionadas, es justa, correcta y un deber moral de las personas en activo hacia nuestros mayores. Pero si nos pasamos de frenada en su volumen, se aplastaría fiscalmente a la economía productiva, a trabajadores y empresarios, algo que ya está empezando a pasar -de ahí el debate continuo sobre la sostenibilidad de las pensiones, así como sobre el gasto sanitario y en dependencia-, y que tiende a ir a más.
Tendencia a la pérdida de relevancia de España, Europa y Occidente en el mundo. Al reducirse nuestro peso demográfico global, en tanto que la productividad por persona en los países emergentes se va acercando a la de los países ya desarrollados, tendemos a pesar menos y menos en el PIB mundial. En concreto, China ya produce más riqueza que EEUU en paridad de poder adquisitivo desde 2013-2014, según la OCDE. Y su PIB, de seguir desarrollándose China como en las últimas décadas, cosa previsible, sería de 3 a 4 veces el de Estados Unidos en 20 a 30 años. Entonces no habría duda de cuál sería la primerísima potencia mundial. Y a partir de la mitad del siglo XXI, de seguir creciendo como en los últimos años, la India, que pronto superará en población a China y ya tiene mucha más gente joven, sería la primera economía del mundo. Europa, en el ápice de su superioridad económica y tecnológica, hacia 1900, albergaba al 25% de la población mundial. Ahora somos el 10%, con tendencia a menos, mientras la productividad media en el resto del mundo se acerca más y más a la nuestra. Por ello, de seguir así, Europa tiende a la irrelevancia en el mundo, tras haberlo liderado no hace tanto tiempo.

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