Una economía que resiste sin respirar


Fernando Jesús Santiago Ollero, presidente del Consejo General de los Colegios de Gestores Administrativos

En la economía, los silencios son a veces más reveladores que los titulares. Llevamos años hablando de recuperación, transformación digital, resiliencia empresarial y transición productiva. Sin embargo, cuando descendemos a los datos reales, a lo que ocurre en las cuentas de resultados de los pequeños negocios y en la respiración entrecortada de miles de autónomos, lo que emerge es un país que no termina de levantarse. Que funciona, sí, pero por inercia. Y que corre el riesgo de acostumbrarse al estancamiento.

El Barómetro que hemos elaborado desde el Consejo General de los Gestores Administrativos -con datos de más de 6.000 profesionales que trabajan directamente con las pymes- no deja lugar a la interpretación amable. En solo seis meses han desaparecido el 4,8% de los pequeños y medianos negocios en España. Han nacido nuevas empresas -un 5,2%-, pero no estamos ante un proceso de renovación saludable. Lo que vemos es una rotación forzada: negocios que cierran porque no pueden más y otros que nacen sabiendo que van a operar en un entorno fiscalmente duro, financieramente restringido y administrativamente hostil.

Un 17% de las empresas ha terminado el semestre con pérdidas. Otro 17% reconoce que tiene serios problemas de liquidez. El 40% asegura que ahora le resulta más difícil obtener financiación bancaria que hace un año. Y lo más desolador: más del 50% paga hoy más impuestos que antes, aunque sus niveles de facturación no hayan mejorado. Esta ecuación -más costes, menos ingresos, menor crédito_ sólo puede conducir a una cosa: agotamiento. No solo económico. También anímico y estructural.

Durante años hemos sostenido que los pequeños negocios eran los héroes silenciosos del sistema. Hoy, lo que vemos, es que los estamos dejando solos en el campo de batalla. Sin escudos fiscales, sin armas financieras y sin logística administrativa. La Administración sigue funcionando con un modelo del siglo XX que ya no es capaz de procesar las necesidades del tejido productivo. Según los propios Gestores Administrativos, la atención que reciben de las administraciones no ha mejorado en lo que va de año, y en más de la mitad de los casos, incluso ha empeorado respecto a 2024.

Y esta asfixia operativa tiene un precio. Un 12,4% de los negocios -más de 340.000 actividades económicas- operan total o parcialmente fuera del sistema. No por convicción, sino por expulsión. El riesgo de convertir la informalidad en refugio es enorme: deteriora la base tributaria, erosiona la competencia leal y desnaturaliza el tejido empresarial.

Pero más allá del mundo de las pymes, hay una fotografía aún más estructural que explica por qué el país no despega. Sólo trabajan de forma efectiva unos 20 millones de personas al día. Lo dice nuestro informe de absentismo, elaborado con datos oficiales. Cuando se descuentan 1,25 millones de personas que cada jornada no acuden a su puesto de trabajo -por bajas, ausencias injustificadas o permisos- y otros 650.000 fijos discontinuos sin actividad, lo que queda es una base real de ocupación que no llega a 20 millones en un país de casi 49. Y eso, sencillamente, es insostenible.

Nuestra productividad por hora trabajada es de apenas 45 euros, frente a los más de 95 de Alemania o los 100 de Francia. Y el debate sobre la reducción de jornada laboral -legítimo desde el punto de vista social- se presenta sin medidas compensatorias, sin estrategia de redistribución ni impulso real de la productividad. Reducir de 1.630 a 1.560 horas anuales por trabajador, como se propone, significa perder casi 1.400 millones de horas productivas. Mantener el nivel actual de producción requeriría contratar a 900.000 personas más. ¿Quién pagará esa factura, que se estima en más de 19.000 millones de euros anuales?

A esto hay que sumar el absentismo estructural, que ya cuesta más de 27.000 millones al año. En total, estamos perdiendo el 3% de nuestro PIB en horas que no se trabajan y salarios que sí se pagan. Y lo peor es que, incluso si se logra un ligero aumento de la productividad por hora, seguiremos por debajo de la media de la OCDE.

Todo esto nos conduce a una conclusión: estamos abordando los problemas estructurales de nuestro país con soluciones cosméticas. Pensamos que podemos competir sin trabajar más ni mejor. Que podemos sostener un sistema fiscal con menos contribuyentes y más presión. Que podemos hablar de digitalización mientras miles de empresas no pueden ni obtener una cita previa. Y que podemos exigirles a nuestras pymes un comportamiento ejemplar sin ofrecerles estabilidad, crédito, agilidad ni una normativa razonable.

No podemos resignarnos. El colapso no llega de golpe. Se instala poco a poco, en forma de empresas que bajan la persiana, de emprendedores que no lo intentan, de empleados que se ausentan, de proyectos que no salen porque nadie quiere arriesgar. Y ese colapso, cuando se vuelve estructural, ya no se resuelve con estímulos. Requiere una refundación del modelo institucional, fiscal, laboral y productivo.

La respuesta está en el diálogo social, sí. Pero también en la matemática más simple: sin productividad no hay competitividad. Sin competitividad no hay crecimiento. Y sin crecimiento no hay modelo que aguante.

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